June 7, 2017 by Jennifer Coreas
YO SOY
Ya casi eran las nueve. Me paro bajo el marco de la puerta para encontrar las miradas de los chicos. La cancha y los pasillos del centro parecen estar aún despertando. Calma y serenidad, chicos por aquí y por allá, todos con algo que hacer. Uno a uno entran vistiendo tatuajes, sonrisas y gelatina en el pelo. El salón de clase pronto se llena del aroma a recién bañado.
Es nuestra clase 15 y los autores en el centro ya terminaron de escribir sus historias después de días de trabajo, noches de escritura, páginas arrancadas y frases tachadas. R. saluda, sonríe y entrega el libro que se llevó la última clase. Yo lo agarro reservándome las ganas de recordarle que me lo tiene que entregar hasta que yo tenga la bitácora de préstamos en la mano. Pero lo tomo y le devuelvo la sonrisa.
Mientras el resto entra, R. va a la esquina del salón a curiosear los libros y los juguetes estériles sobre el estante. Por un par de minutos lo observo. Sus manos agarran la figura del Bob el constructor y lo pasean sobre la superficie del estante. Construyo la historia en su imaginación: Bob tiene que cruzar la estantería para reparar el ventilador que se ha descompuesto… Está jugando. Un libro lo distrae y se pone a hojear la enciclopedia de dinosaurios y luego el libro de cómics.
Tengo que llamarlo para que se incorpore a la media luna de sillas.
Sé que ha habido requisa en el centro de inserción esa semana así que lo primero que les pregunto es si tiene su cuaderno. Todos dicen que sí. J. bromea y dice que R. había encontrado su cuaderno hace un par de días y no se lo dio hasta que él mismo encontró el suyo. Todos ríen. Yo también y sigo la clase.
Hacemos una ronda para recordar nuestra intención como autor: que mi mamá sepa cuánto la quiero; que mi mamá sepa que al salir la voy a cuidar como se merece; que mi abuelita me perdone y que sepa que yo he cambiado… Y así, sigue la ronda. Y yo les creo.
Yo les creo.
Les creo porque la escritura me ha hecho conocer la mejor versión de ellos mismos. La escritura ha sido la excusa perfecta para explorar una parte de ellos que por tanto tiempo ha estado oculta. Y esa parte es preciosa.
Es difícil trabajar en los centros de inserción o en los penales, pero no por las razones que uno pensaría. Es difícil porque existe una paradoja constante entre identidades. El R. juguetón, curioso y atrevido coexiste con el R.l que a los tantos años “brincó”. El M. que sueña con que su hijo sepa que su padre lo ama vive con el M. que un día decidió tatuarse la cara. El P. que pide perdón a su abuelita es el mismo que recorrió las calles del barrio.
¿Cuál es la respuesta? ¿Con qué versión nos quedamos? ¿Quién es el “verdadero” R.? La Jennifer que escribe esta historia es la misma Jennifer que bailó hasta las 2:00 a. m. el otro día; la Jennifer que es profesora es la misma Jennifer que faltó a clases en la universidad por dos meses. La Jennifer que un día provocó un accidente de carro donde iba una mujer embarazada es la misma que lloró y suplicó perdón a esa mujer.
¿Quién soy?
Ciertamente, las identidades no son siempre opuestas, sin embargo, los juicios sí responden a una dinámica polarizada. En el proceso de emisión de juicio, olvidamos la “legión” de identidades que viven dentro de nosotros y nos quedamos con la que representa un lado de la del “bien” y del “mal”. El resto, no.
Al momento de construir este argumento, imagino las reacciones “Claramente si mató a alguien debe de haber una consecuencia”. Claro. “Ellos han hecho cosas horrorosas”. Si. “¿Y entonces? ¿Qué se les deje libres para que sigan haciendo fechorías?” No.
Lo que quiero decir es que todos tenemos la capacidad de hacer cosas maravillosas y también cosas horribles. Todos. Por consiguiente, todos tenemos el derecho de demostrar a un público curioso y libre de prejuicios, que la mejor versión de nosotros mismos puede prevalecer.
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