mayo 11, 2016 by ConTextos
NO VALE LA PENA IR A LA ESCUELA
“Cuando los estudiantes provienen de familias sanas y funcionales el trabajo docente se vuelve más fácil. Pero, cuando los estudiantes provienen de familias no sanas y disfuncionales el trabajo docente se vuelve más IMPORTANTE”
-B. Colosse
Entre calles polvosas, lúgubremente desoladas, había casi un pelotón de soldados y policías custodiando la escena de un carro incinerado. Más adelante, casi de reojo veo los detalles de los grafitis grandes y pequeños en casi cada pared de este caserío cerca de Comasagua. Mi paradigma profesional no me permite ignorar la falta de estética y ortografía. La verdad es que creo que encontré en ese pensamiento un refugio para mi inevitable temor ante la combinación de la escena del crimen y los territorios marcados. Era imposible no sentir nada. Pero una vez en la escuela, me sentí seguro. La directora rápidamente cierra las cortinas, llama a otras dos profesoras, cierra la puerta y me convierten en el centro de un cuestionario quizás más eficiente que el de la misma policía, para luego empezar a construir sus hipótesis de los posibles autores de los hechos de hoy, ayer, el día o la semana anterior.
Entre las opciones figuran sus mismos estudiantes. La sensación de seguridad me cambia con el calor tan pesado, la oficina está oscura y el cuchicheo se interrumpe con una y con la otra casi disfrutando del morbo o quizás usandolo como escondite ante el temor con el que viven a diario, puede ser muchas cosas porque deciden vivir la noticia con tanto interés. Sin anunciarse, entra Rafael de parvularia, quejándose de un fuerte dolor de cabeza y una de las maestras lo regresa a gritos a su aula y el solo se va llorando con evidente resentimiento diciendo que quiere irse para su casa…. Tal vez la escuela no es el mejor lugar para estar en ese momento o en ningún otro si no es diferente a lo que una comunidad asediada por la violencia ofrece, es solo un espacio más.
«…A veces el patrón no puede manejar de tan bolo y a mi papi le toca manejar hasta San Salvador y regresarse al siguiente día en bus… Pero ya le está costando ver. El patrón dice que mejor a mí me va a pagar clases de manejo para que yo maneje su camioneta porque mi papi puede ir a chocar…» dice Andrés, estudiante de otra de nuestras escuelas en La Libertad y quien vive con su familia como colonos en una propiedad que sirve como casa de playa de fin de semana a alguna familia más privilegiada que la de él. Inevitablemente, me doy cuenta del entusiasmo y optimismo con el que lo dice.
Quiero seguir escuchándolo, me gusta cómo se expresa y envidio su facilidad de la palabra. Quiero convencerlo que ese tal vez no es el mejor plan al salir de noveno grado, quiero que sienta que tiene la libertad de soñar y decidir más allá de la decisión de su patrón. Pero quizás su concepto de éxito no es el mismo que el mío. Quizás para mí, si la familia no lo hace, la escuela debería representar mucho más que solo aprender a hacer cuentas, leer y escribir. Pero para él se resume en números y letras; y no estoy diciendo que es toda la culpa de sus docentes que sus aspiraciones se limiten a su entorno. Como todos nosotros también Andrés es multidimensional y su visión se verá influenciada por cada una de esas dimensiones, sin embargo siendo la escuela la más incidente.
Con un grupo de docentes de Santa Ana dialogamos acerca de la importancia de la coherencia que la misión y la visión de cada escuela debe mostrar como propuesta del equipo de trabajo frente a las necesidades de la comunidad. Sentí pena al escuchar respuestas como: «… allá en la pared de la Dirección está pegada… Cada quien sabe a lo que viene y lo que quiere hacer con sus estudiantes…». En esta comunidad, el año pasado sus estudiantes no asistieron cerca de una semana a clases por los rumores de un toque de queda por parte de las pandillas de la zona. La misión es improvisada por un profesor que quiere solo satisfacer mi empecinada pregunta «la misión siempre es que sean ciudadanos críticos, con valores y que respondan a las exigencias de la sociedad actual» con tono un poco molesto ante mi insistencia.
La conversación continuó y no es que quisiera que todos supieran de memoria el Plan Escolar Anual y demás documentos oficiales. Solo quería reflexionar sobre la vital importancia del rol del docente en el país en el que hay una alta cuota de asesinatos por día. Quería tener claro cómo un grupo de líderes en quienes se ha depositado la confianza de formar a cerca de 250 estudiantes tienen claro hacia dónde quieren ir. El perfil del estudiante al terminar sus años de escuela básica es saber las operaciones matemáticas básicas, leer y escribir y valores en general, esa fué la respuesta que construimos. Al salir de la escuela, tal cual el ejemplo de su padre o madre, pueden aprender a pescar, a servir o a cocinar en un restaurante. Volví a considerar que quizás el éxito de la escuela en cada quién es relativo. Me he sentido culpable de no encontrar conexión entre la criticidad de la que hablaban los docentes en su misión y la conclusión de nuestra conversación, no encontré ese vínculo de la misión de un equipo de profesionales con su trabajo real y la transformación de la experiencia educativa. Heriberto pasó 4 de sus 5 horas clase bajo la sombra de un árbol, pitando partidos de fútbol amistosos de un grado y otro. Estoy seguro que ese no es el propósito de un recreo dirigido y que la escuela debería ser más que eso.
En muchos de nuestros diálogos he escuchado decir lo cansado, pesado y no sé qué otros adjetivos martirizantes más de la profesión docente. Solo imaginé el cansancio de Heriberto en esta jornada, no quise pensar en mañana y el siguiente día y la otra semana. Docentes como él, están ahí en las aulas o fuera de ellas. Con esto, pienso en lo trillado que es este discurso y lo poco o mucho que se hace para cambiarlo. Siempre se trata encontrar culpables; a un currículo, recursos mínimos, formación a granel, pocos incentivos, directores y asesores pedagógicos inoperantes y demás componentes de la vorágine de necesidades que abona a ver más excusas que logros.
Uno de los retos más grandes que tengo cómo formador, a parte de nunca perder la inspiración, es siempre cuestionar y ser cuestionado y no para encontrar respuestas, si no más preguntas. ¿Cómo logramos nuestra misión? ¿Cómo promovemos esos valores de los que tanto hablamos? ¿Cómo nuestros estudiantes responden a las necesidades de la sociedad? ¿Cómo los volvemos críticos cuando los encerramos en las posibilidades de elegir entre lo que pueden, lo que tienen y lo que “son”? ¿Cómo? Las misiones que he podido leer de las escuelas son siempre utópicas y hasta se convierten en una extensión complaciente a un currículo educativo de las mismas características de las que muchos nos quejamos.
“No queda nada más que dictar y que copien del libro…” dice otro docente de Ahuachapán. Personalmente nunca he leído esa parte en la que se especifica que debe “enseñarse” así. Hay muchas verdades que no podemos cambiar desde nuestra posición, al menos no en el plazo en el que quisiéramos, pero hay muchas otras que sí ¿Qué estamos haciendo en nuestro rol docente en uno de los países más violentos del mundo para cambiarlo?
Deliberadamente decidí desviar mi atención en las pasadas semanas a este tipo de experiencias y no las disfruté. No es mi intención alterar a peor la percepción peyorativa del magisterio, con la que yo y mis colegas nos enfrentamos a diario. Solo pienso en lo que la profesora Yessenia de Chalatenango, me hizo reflexionar en un ejercicio de escritura. Quiero compartir esa sensación que provoca la incómoda verdad que ella decidió enfrentar y reconstruir cuando dijo «…pensé mucho en las experiencias que he tenido con mis profesores y que bien o mal me marcaron y que a lo mejor nunca se dieron cuenta lo importante que fueron, pero ahora… solo sé que no quiero ser yo quien deje una huella negativa en mis estudiantes…» ¿Con qué experiencias se van de la escuela a su casa al final del día? ¿Quiénes son responsables de ello?
En su programa quinquenal El Salvador Seguro, el gobierno le apuesta a un país productivo, educado y seguro. En este sentido, como ciudadano todavía no he decidido los resultados que quiero ver para sentir que vivo en un país seguro; no he decidio si mis indicadores de seguridad pueden ser un “muertómetro” o comunidades declaradas libres de pandillas. Cómo trabajador, en cuanto a la productividad no sé si el indicador de logros es la cantidad de puestos de trabajo a el porcentaje de la población que no logra terminar su educación media o si es la calidad de vida que un salario mínimo ofrece.
Es muy atrevido pensar en resolver el mundo, pero el último eje de este plan de gobierno, un país educado, me hace creer lo contrario. Cuando lo veo con ojos de docente y pienso que si la escuela es un lugar en el que la mayor parte de la jornada sea transcribir de la pizarra al cuaderno, tomar dictado, un lugar en el que se habla a gritos, en el que el tono siempre es condescendiente, en el que la carrera de los contenidos sea la prioridad, un lugar desordenado y sucio, un lugar que solo es transaccional, no vale la pena ir. Si todavía no podemos creer que la escuela debería ser espacio donde cuestionar no sea rebeldía, donde las crisis existencialistas sean la dosis diaria del diálogo en el aula, donde el derecho a elegir si irse o quedarse no sea definido por tradición, donde cada rincón es un lugar diferente. Mientras como docentes no seamos capaces de asumir la trascendencia de nuestro rol en la vida de nuestra clase, para nuestros estudiantes, no vale la pena ir a la escuela.
Yo soy docente y me siento orgulloso de ello. He sido estudiante de una escuela pública desde primer grado hasta la universidad. Mis docentes modelos que me inspiraron se convirtieron en mis colegas y los respeto mucho porque han hecho de mi experiencia en la escuela, un proceso de transformación que para muchos niños y niñas provenientes de familias “disfuncionales”, vuelve a la escuela un refugio. Por eso creo en el poder de los docentes. Pero también sé que no es solo nuestra culpa que los estudiantes no tengan mayores expectativas, los altos índices de violencia, de los índices de deserción, de la sobreedad en los niveles básicos, pero tampoco apoyo la idea que solo es culpa de los estudiantes o de los padres de familia o del gobierno. No es a un culpable lo que quiero encontrar. Quiero que mostremos más logros y menos excusas, quiero que nos reencontremos con ese primer amor de nuestra profesión que hasta hoy de una u otra forma nos hace creer que nuestro trabajo vale la pena, que hagamos nuestra parte y lo hagamos relevante para que ir a la escuela si valga la pena.
Los pequeños detalles son los que enriquecen la experiencia en la escuela. La directora Elsa de una escuela en el municipio de Jiquilisco dice que para ella aprenderse los nombres de los estudiantes de parvularia a noveno, tomarse el tiempo para conocerles un poco más, estar en la entrada de la escuela temprano y saludarles, volver a cosas básicas como aprender jugando, dialogar, leer juntos, disfrutar de momentos agradables y hacerlos importantes es parte de toda relación, mucho más de los docentes con sus estudiantes. Son esos detalles socioemocionales que no se limitan a las cuatro paredes del aula los que generan grandes cambios. No podemos seguir esperando que alguien lo haga por nosotros, no podemos seguir creyendo que la escuela no puede ser parte de la solución a un problema de país. La escuela a través de nuestro trabajo se puede convertir en algo incluso más que un refugio, puede ser un espacio inspirador que interrumpa ciclos de violencia y pobreza en nuestras comunidades.
Enrique Quintanilla
Formador Docente
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