enero 11, 2016 by ConTextos

AQUÍ Y ALLÁ

En medio de Bachata Rosa y  mojitos, Sabina y Presidente, brisa marina y saxofón, tráfico y El Malecón, Enriquillo y la Reina Isabel, imperio y esclavos, educación y pobreza, río Ozama y la Ciudad Colonial, ciudad ancestral. Así es como viví Santo Domingo entre septiembre y octubre.

Mientras caminaba, casi bailando el paso a paso rebosante de fiesta por las calles llenas de merengue y bachata, se me hizo difícil ignorar la similitud de lo que respiraba, la carencia de muchas cosas triviales, pero esenciales como en toda Latinoamérica. Recordando ambos lados de una ciudad, lo que sobra y lo que falta, yo recuerdo la basura y el hedor a fosa séptica, pero quise más enfocarme en la gente, en esos caribeños llenos de espíritu, bueno o malo, hasta hoy no puedo definir sin tomar una postura. Solo preferí disfrutarlo en un ameno saludo o simplemente una mirada indiferente. Era un visitante más, desde El Salvador. Extraño pero a la vez familiar. Puede resultar más cómodo ser neutral, más que en patria propia, por el miedo a la polarización de cada perspectiva. No quiero sesgarme,  no quiero polarizar mi juicio, como es costumbre. Solo quiero sentir.

Una semana me refugié en conversaciones de otros intereses, pláticas en los colmados, las bancas y los taxis de todo color, con aire o sin aire. Busqué escuchar otras trivialidades ajenas a lo que aquí vemos en la prensa. Solo por una semana me olvidé del temor, de la paranoia colectiva que vivimos en nuestro país, sentí esa paz de no tener que caminar siempre mirando sobre mi hombro. Olvidé en esos días, como todos los problemas de mi país se esconden tras una enorme pared llamada violencia.

Yo no quería ser un turista, solo quería caminar y conocer lo que los folletos viajeros no me mostraron, lo que una rendición de cuentas puede maquillar, quería ver más allá de esas playas de blanca arena y agua color turquesa con gente que sonríe al extranjero… quería ir más allá del propósito de mi visita, más allá de mi asiento en un congreso, quería llevarme más de lo que los discursos dentro de una universidad privada quiere alcanzar, más de lo que los representantes de 20 países querían decir. Mucho de lo que escuchaba, con lo que veía en las calles, mi juicio aterrizaba en más segmentación, más impedimentos, más segregación, más límites.

Fué un viaje lleno de ignorados, lleno de necesitados, íconos de la tan llamada cultura popular. Necesitados no solo de dinero, no solo de oportunidades, más de educación. En un lugar tan inesperado, sentado siempre servicial estaba Don Ramón. Un mulato sonriente, con muchas canas rizadas que compensan su sincero saludo «¡Mi helmano!¿como tu etá?». Al escucharlo no puedo evitar pensar que esperaba propina por sus palabras. Aunque yo también quisiera encontrar esa dosis de felicidad en un rol tan poco usual como conserje de baños de caballeros y ver pasar el tiempo solo ofreciendo jabón y toalla. Reía contagiosamente y contaba historias tan breves pero honestas de sus tres hijos y su esposa como si fuéramos amigos de años. Contaba de sus devaluados turnos de trabajo y como se vuelven tan necesarios para impulsar y mantener los sueños de sus hijos que ya están cerca de asistir a la universidad. ¿Quizás aspiran ser parte de esta misma universidad en donde me siento a escuchar sobre el derecho popular a la educación para el desarrollo de un país? ¿Educación para quién? ¿No hablan ellos de la educación emancipadora del ciclo de pobreza? ¿Están realmente enterados de la distancia entre estas aspiraciones y su acceso a la educación?¿Hasta dónde Don Ramón podrían costear este sueño? ¿Hasta dónde llegan sus propios sueños?

Yo no me atrevía a preguntar más, solo lo deje ser, una vez más quise saborear el momento. Mas no logré evitar ver en sus ojos entre abiertos del desvelo, que tiene mucho más que decir, pero lo disfraza muy bien mirando hacia al suelo mientras sigue sonriendo y solo se acaricia su canosa cabeza. Reconocí que Don Ramón no buscaba una propina. Solo quería acortar nuestra distancia de visitante y anfitrión.

La rumba seguía en la Avenida Washington, en donde Don Miguel atiende un viejo casi clandestino puesto de comida. Ofrece de lo mejor de la isla, el Mofongo servido por la morena asistente Jaqueline en el parqueo de un edificio en ruinas. Cobrizo fornido y orgulloso ex militar elocuente al que con su uniforme todos debían saludar reverentemente. Padre de 5 todavía descendientes tahínos de los que dice que a cada una de las mamás él tiene cuidadas. Me cuenta historias de eso y de aquello, de aquí y allá, de ayer y hoy, de todo un poco. Desde Juan Bosch hasta la ansiada revolución que todos callan y que nunca han tenido, desde los haitianos vendiendo frituras hasta la tiranía de Trujillo. Mientras, Jaqueline observa de lejos y espera que Don Miguel se ausente un momento para aprovechar a susurrar una pregunta: “¿Tu ere casao?”. En un momento dice lo que tiene que decir, que vivir así no es fácil, que su hija necesita un papá y que ella a lo mejor necesita un boleto de salida. Mientras, yo solo pensaba en nuestras mismas jaulas pequeñas o grandes, de oro o de papel, dispersas en el mundo de las que de una u otra forma queremos escapar, sin importar si perdemos la vida en solo intentar. Pensé en cómo otra gente pueden encontrar una llave en nosotros y nosotros en ellos, que no las vemos aunque estemos desnudos. Pensaba en hasta dónde llegaría Jaqueline por cambiar su suerte que seguramente iba a ser igual al siguiente día y al siguiente, pero más pensaba en las decisiones ante sus opciones que la llevaron ahí.

Ahora como simple espectador y como resultado también de un sistema educativo público, necesitado e ignorado que me hizo memorizar fechas y pioneros de la conquista y sus virreinatos, pero sin pensar en la gente de todas las matices de piel morenas que ahora bailamos a los pies de las estatuas de nuestros conquistadores, monstruos que veneramos como héroes que nos trajeron la salvación divina y la educación que nos enseñó a saber menos y a erguir más de esos gallardos monumentos, nombrar nuestras calles con nombres ajenos, que nos enseñaron a leer sin pensar, a obedecer sin cuestionar la letra con sangre; pienso en cómo el sólo conocer la Leyenda Rosa de nuestras historias nos condena a repetirla, en diferentes ciclos. Es curioso reconocer lo felices que  somos y olvidamos siempre y cuando obtengamos satisfacción, no importa cuán efímera sea. Entonces y ahora. Aquí y allá.

Cuando recuerdo a Don Ramón, pienso en los espacios que extrañó para confrontar,  para ser parte de algo, para ser escuchado, para ser el eslabón que rompa el ciclo.  Pienso en Jaqueline y su hija y su falta de experiencias y opciones para aspirar, para descubrir, para ambicionar, también para romper el ciclo. Cómo Don Miguel pudo ser un ilustre conocedor de su historia, generador de cambios. Añado a mi lista a Raúl, un pequeño mulato que señala con su índice mis zapatos de lona, al igual que la estatua de Colón señala su avaricia, pidiendo lustrarlos a cambio de un par de pesos que le alcancen para algo más que sólo llamar por teléfono, al final no tiene a quien llamarle, ni le serviría. No habla, ni oye, me traduce José, su primo y compañero de aventuras nocturnas. Aquí agrego a las incontables prostitutas que se pasean de cuadra en cuadra en la Calle El Conde en la que se congregan otros incontables turistas que encuentran un paraíso exótico de fin de semana, un contraste indeleble. Más toda esa gente de los olorosos barrios y ese niño, casi adolescente desnudo a la orilla de la calle y de todo lo que él representa.

Puede haber un millón de razones por las que ellos se hicieron quienes son ahora. Pero en mi contexto, ya no como simple espectador, sino como docente, la necesidad natural de cuestionar todo con lo que no estoy de acuerdo me lleva a querer encontrar respuestas.

¿Cómo la experiencia educativa pudo y puede ser más significativa para todos? ¿Qué querían lograr al entrar a un salón  de clases, si es que entraron? ¿Cómo se atendieron  sus intereses, sus necesidades, sus estilos, sus logros? ¿Qué tan distante está el discurso del acceso a la educación y de cómo en realidad llega al pueblo? ¿Cuál es el nivel de calidad que queremos seguir abanderando? Si bien, la formación del ser humano es multidimensional, la escuela no  debería ser transitoria, mucho menos alternativa. En ningún lugar, ni aquí ni allá.

Yo me sentí iluso, impotente en la vorágine de la inconformidad, pero suficientemente identificado, casi en casa, abracé ese sentir no sólo de una isla, es un sentir de un mundo. Reconocer que hay mucho por hacer, cuestionar, pensar y hacer más. Desde ahí, intenté encontrar respuestas a mis preguntas elaboradas en la noche a la luz de la mañana en medio de aquel salón elegante, lleno de gente educada, de gente que lee, de gente que escribe, que empuja, que interrumpe, que no espera, que no saluda, que irrespeta, que no siente. Gente que habla vastamente de diagnósticos que me confirman lo que ya sabía, lo que vi en esas calles, que es importante aprender a leer y escribir, analizar y reflexionar, crear y proponer. Hasta hoy, no creo haber encontrado ni siquiera migas de pan que me guíen al camino de los acertijos que ansiaba resolver.

Divago en mis respuestas, es fácil encontrar culpables, cuando lo que quiero encontrar ya no es lo importante, si no en cómo se vuelve importante. Con un currículo envidiablemente diseñado en toda la región, en El Salvador, yo quiero más. Creo que todo está en el aula, en el diálogo, en el socioconstructivismo, en la inserción. Las respuestas están en lo que yo puedo hacer, con lo que tengo. Yo quiero dar voz a mis estudiantes para que sean libres exploradores, importantes, soñadores y realizadores, que todos son protagonistas capaces de reescribir su propia historia. Que todos son héroes. Yo quiero creer que desde un salón de clases en una escuela remota en medio de los cerros, hasta los estudiantes en un aula de una prisión, son ellos, el eslabón que rompe el ciclo. Aquí y allá.

Enrique QuintanillaFormador Docente.

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